Crónica
Una noche de chinchorreo
Sábado en la noche. Todos los miembros de mi familia
al igual que yo, llegamos de completar el horario establecido para poder
sustentarnos monetariamente de forma adecuada. Es en ese preciso instante,
mientras estamos todos reunidos, que surge la interrogante para decidir un
lugar y pasar la noche como en los viejos tiempos. Pero, ¡qué difícil es
decidir un lugar para compartir con la familia! Sinceramente, es como tratar de
buscar un espacio que jamás ha existido. Prácticamente, nos ahogamos en un vaso de agua para decidir; con tantos restaurantes baratos, caros y más o
menos, que hay en toda la Isla. Lo más gracioso es que cuando tienes una
familia de más de cinco miembros, nunca están de acuerdo en qué quieren
degustar sus paladares.
Avanza la hora y todavía nadie sabe a dónde ir. Pero
siempre salta alguien con un lugar que al final de cuentas es el favorito de
todos. La noche no se detiene y como quien no quiere la cosa, todos se
emperifollan y se ponen guapos para pasar una velada como Dios manda, reunidos
como una familia. “!Avancen no puedo comer muy tarde!”, grita mi padre, quien
no le gusta cenar a deshoras de la noche, debido a que se le sube lo que se
traga y después se queja del mal servicio de la comida de los restaurantes, esto
gracias al burbujeo que se le produce en el estómago.
8:00 p.m. - Por fin entramos al restaurante, ya era hora
de llenar el tanque que desde las 12:00 p.m. estaba medio vacío. Desde que
llegamos, mis padres vieron una gran diferencia en aquel lugar donde habíamos
celebrado todas nuestras festividades desde nuestra llegada de República
Dominicana. Sí, ese comedor se convirtió en parte de nuestra costumbre, esto
gracias a que para cada cumpleaños los meseros nos cantaban el tradicional (Japi beibi). ¨Por fin está claro¨,
susurró mi madre, quien se quejaba de la poca iluminación y lo cual le
dificultaba leer el ticket de lo que
había consumido. La mejor excusa que utilizaba para engañar a su ceguera era
diciéndole a la mesera que había olvidado sus espejuelos para que, de esta
forma, la mesera le dijera verbalmente cuánto había consumido.
8:05 p.m. - Nos sentamos en la mesa y lo primero que
oigo es a una de mis hermanas decir: “Guarden los celulares, estamos en
familia”. Eso fue como decirle una mala palabra, además de arrojarle un balde
de agua fría a mi otra hermana, quien se regocijaba con los mensajes de texto
que le enviaba su esposo desde la isla hermana.
Foto suministrada por Google Images |
8:08 p.m. - Ahora el reto más difícil era decir qué
íbamos a cenar. “Vamos a pedir esa pepitica”, reacción que hace mi hermana para
referirse a una canasta repleta de frituras típicas de Puerto Rico y de este
modo, atrasar el proceso para determinar el plato con el cual iban a mover la
quijada durante toda la velada.
“Buenas noches, ¿qué le servimos?”, preguntó la
mesera. Mami y una de mis hermanas piden un sándwich de jamón y queso; papi:
tostones con carrucho, y yo: mofongo con pechuga a la milanesa. “Oye, decide
pronto, así no se tardan con nuestros platos” le murmulla mi hermana mayor a la
otra. El hambre era intensa y cualquier segundo que pasaba hacía que se
intensificara el deseo por saciar nuestro estómago.
Luego de haber ordenado, era hora de entretenerse con
lo que nos rodeaba, para de este modo, engañar al estómago. Levanto la cabeza;
90 grados a la derecha para ser exactos y percibo 6 televisores. Todos tenían
la programación deportiva, pero dos de ellos dirigidas a los amantes del
baloncesto y las demás (cuatro) al deporte del Kickboxing. ¡Ay mi madre, qué deporte raro! Básicamente, los que
se enfrentan están peleando. Este deporte de combate es una mezcla del boxeo
con las artes marciales, como Karate y el Muay Tai. ¡Qué salvaje! Tú los puedes
ver sangrando y con los rostros prácticamente desfigurados. Pero,
involuntariamente fuimos espectadores, debido a que era lo único que proyectaban
las cuatro pantallas más grandes del restaurante. “Eso es pa’locos”, dice una
de mis acompañantes. El ver tanta sangre en una noche a través de la pantalla
chica, ya había saciado parte del hambre con la cual había asistido.
8:20 p.m. - Aparece el mesero con una bandeja más
grande que un platillo volador. ¡Por fin, ya era hora!, la espera había
culminado. ¿Sándwich de jamón y queso? Cuestiona el mesero. Mio, contesta mi
madre. Así sucesivamente... todos teníamos nuestras delicias enfrente de
nosotros, era hora de meter mano.
8:24 p.m. - Todos en el restaurante movían la quijada:
niños, ancianos y adultos. Los que no, estaban con una buena copa de vino o
cerveza con una distancia de no menos de cinco pulgadas. Los meseros marchaban
al compás de la música, con enormes bandejas de platos sucios; la realidad es
que no necesitaban siquiera ser lavados. Todos los comensales los dejaban
limpios, creo que con la situación económica y la poca cantidad de comida que
servían, pues debían de hacer lo correcto para saciar el hambre: comerse hasta
la última migaja.
9:00 p. m. - Hora de marcharnos. Llega nuevamente la
interrogante: ¿A dónde vamos para bajar lo que nos comimos? Aunque durante la
velada, se hizo énfasis al “falta el postre”, una oración que causó reacciones
diferentes del lugar perfecto para comer una bola fría y azucarada.
Esa noche de chinchorreo se convirtió en una reflexión
de complacer gustos diferentes, de salir de lo rutinario, pero lo más importante
de compartir con la familia. “Debemos de repetirlo”, les menciono a mis padres,
quienes no tuvieron reparo de pagar la cuenta.
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